42 años después del terremoto que azotó Yungay
Por Erick Quintana
Domingo 31 de mayo. Las agujas del reloj marcaban las tres y veinte de la tarde. La mayoría de peruanos miraban atentos el partido que daba por inaugurado el mundial de fútbol en México. Unos noventa habitantes del pueblo de Yungay se encontraban en La Plaza de Armas; algunos niños, con toda la emoción e inocencia que los caracteriza iban entusiasmados a la función del circo Verolina; otros llegaban al cementerio- construido en la época preinca- para visitar a sus familiares. Solamente cinco minutos más tarde ocurrió la tragedia más grande que azotó al pueblo ancashino. La tierra empezó a temblar, las casas, hechas de adobe y quincha, se derrumbaban cual castillo de naipes.
“¡Jesús, Dios mío, aplaca tu ira!, ¡Jesús, ayúdanos y protégenos! ¡Virgencita, sálvanos de esta tragedia!”. Gritaban las madres, con sus hijos en brazos, de manera desesperada y llorando desconsoladamente mientras miraban como sus hogares, construidos con todo el esfuerzo y el trabajo de muchos años, se venía abajo en tan solo algunos segundos. Cuando toda la tragedia parecía haber culminado vino algo inesperado. Del hermoso nevado del Huascarán se desprendió un bloque de nieve. En su paso arrastró todo lo que se le cruzaba, haciéndose cada vez más gigante, hasta que llegó y cubrió el pueblo de Yungay, volviéndolo así en un pueblo fantasma. Ochenta mil muertos y aproximadamente unos veinte mil desaparecidos. El Callejón de Huaylas destruida en su totalidad, los pueblos de Yungay y Recuay desaparecieron del mapa. Un manto de polvo negro cubría la ciudad por completo. Solamente se salvaron los niños que asistieron al circo, además de las personas que se encontraban en la plaza y en el cementerio. Todo esto ocurrió en 1970.
Hoy, cuarenta y dos años después de esa fatídica tarde, nos preguntamos si en realidad estamos preparados para afrontar una situación similar o, quizá, peor. ¿Tomamos conciencia de cuántas víctimas ocasionaría un terremoto de grandes magnitudes en nuestra ciudad? ¿Tomamos con seriedad los simulacros de sismo, los cuales nos podrían salvar la vida? ¿Tenemos listo un botiquín de emergencia por si sucediera un movimiento telúrico? ¿Sabemos dónde se encuentran los lugares seguros en nuestras viviendas, centro de estudios o trabajo? ¿En realidad sabemos qué hacer durante y después de un sismo? Por eso, como dice la famosa frase: ¡Prevenir es mejor que lamentar!